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El evangelio de hoy ha recogido varias sentencias de Jesús. Algunas no son fáciles de entender. Son paradójicas, provocadoras. ¿Cómo leerlas? La paradoja busca desconcertar, inquietar, preocupar. Su sentido no está en la superficie de la frase. Hay que buscarlo en un nivel más profundo. Por eso, la paradoja no es para ser explicada, sino para ser rumiada.
“El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí”. Estas palabras nos dejan noqueados. ¿Qué nos parecen? ¿Nos parecen duras, extrañas, imposibles, intolerables, locas, presuntuosas, excesivas? ¿Qué nos quiere decir Jesús? Hay que leerlas despacio, darles vueltas, discutir con ellas, argumentar y, finalmente, corregir nuestro pensamiento, nuestra lógica. Es claro que la enseñanza de Jesús va en contra de la lógica común y corriente. Pero no es ilógica: simplemente sigue otra lógica. La lógica paradójica expresa mejor la “lógica” de Dios. Para entenderla hay que abandonar la lógica clásica.
Quizá luego de rumiarlas, de darles vuelta y dejarnos iluminar por el Espíritu entendamos que, por ejemplo, Jesús no reclama para sí el mundo de los afectos familiares. No quiere sustituir o robar el afecto que corresponde al padre, la madre, el hijo o la hija. No es un hombre frustrado y frustrante que quiera acaparar el mundo de los sentimientos de sus seguidores. Sencillamente quiere situar el mundo del sentimiento en un horizonte más amplio. El amor de los padres o de los hijos no puede agotarse en los padres o los hijos. También tienen que pensar de qué manera pueden contribuir a la causa del Reino de Dios.
“El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí”. ”Tomar la cruz” no quiere decir resignarse ante las contrariedades, cruzarse de brazos, sino esforzarse por vivir según el Evangelio. “Tomar la cruz” viene expresado más adelante como “perder la vida”. Son expresiones equivalentes que significan entregar la vida. Esta disponibilidad para entregar la vida es, paradójicamente, la manera de llegar a ser uno mismo, de ganarse a uno mismo, de vivir con autenticidad y sentido. La oración de san Francisco dice: “Muriendo en Ti es como nacemos a la vida eterna”. Ser cristiano es vivir para Dios. Desde esa certidumbre es posible perder la vida por causa del Señor.
En el fondo, son palabras de ánimo dirigidas a quien experimenta el desaliento ante las situaciones difíciles. En medio de las adversidades, el discípulo se sabe unido a Jesús y al Padre, aunque sea un “pequeño discípulo”: “Quien los recibe a ustedes me recibe a mí”. Jesús y el discípulo llegan a ser uno. Estas palabras ya no preocupan ni inquietan. Al contrario, son gratificantes. Tranquilizan. Dan confianza y serenidad. También hay que leerlas despacio.
Una muestra de que entregar la vida entraña fecundidad lo tenemos en la primera lectura. Una mujer pagana acoge en su casa al profeta Eliseo. No tiene hijos y proyecta sobre un extraño su afecto maternal. Eliseo acepa la hospitalidad de la sunamita, prototipo de toda persona capaz de descubrir a Dios en la persona y obra del profeta. La mujer le prepara una habitación con cama, mesa, silla, un lujo para un israelita de aquel tiempo, habituado a dormir en la sala común, sobre un duro petate que se desenrollaba al caer la noche.
Para ser como aquella mujer necesitamos una mente abierta que saber discernir la mano de Dios que pasa haciendo el bien. La sunamita descubre en Eliseo a “un hombre de Dios”. No abrirle su casa hubiera sido cerrarla al Señor, cerrarla al futuro de las bendiciones. La mujer experimentará la visita de Dios que la hace fecunda.
Pero —también hay que decirlo— abrir la casa a los charlatanes que se presentan como “enviados” del Señor es abrirla a chantajistas que juegan con Dios. A los charlatanes (con sotana o sin sotana) que se creen “portadores” de la divinidad, hay que cerrarles la puerta. La persona abierta a Dios suele tener buen olfato.
Muchas veces, bajo la capa superficial de riqueza, bienestar, felicidad se esconde una desgracia, en el caso de la sunamita la carencia de hijos. En realidad, todos tenemos limitaciones que nos hacen infelices. Tratamos de ocultarlas tras las pomposas apariencias sociales. El profeta sabe descubrir la necesidad de la mujer y le promete un hijo. Pidámosle al Señor que nos enseñe a escarba en el fango humano para diagnosticar necesidades y ser útiles a la humanidad.
Se trata de un largo diálogo entre Jesús y una mujer. En último término, es una invitación a dialogar personalmente con Jesús y hacerlo de tal manera que, como la mujer, “dejemos el cántaro” y digamos llenos de entusiasmo: ‘Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho’”. Para propiciar el diálogo con el Señor pongo atención en algunos pasos del relato.
Lo primero que hace san Juan es dibujar el escenario: Samaría, el pozo de Jacob, cerca del mediodía, Jesús cansado del viaje y sentado en el brocal del pozo, la mujer que se acerca para sacar agua del pozo.
La conversación de Jesús con la mujer tiene un tinte escandaloso. Es mujer, están solos, es una extranjera. Sus orígenes —él, judío; ella, samaritana— en vez de unirlos, los separa y enfrenta. Lo que los reúne es una necesidad común: la sed. El agua es un símbolo. La Samaritana tiene sed de amor y Jesús tiene sed del amor de la Samaritana: “Dame de beber”. Tenemos sed de Dios, pero Dios también tiene sed de nosotros.
No solamente el origen de Jesús y la mujer es diferente. También es diferente el agua que satisface la sed. En el relato aparecen dos tipos contrapuestos de agua. Una es agua que corre, viva y pura; la otra es agua de pozo donde beben personas y animales, impura e inerte. Muchas veces bebemos aguas que no quitan la sed. Sentimos sed de amor, pero bebemos egoísmo. Sentimos sed de felicidad y bebemos diversiones pasajeros que dejan vacío el corazón. Sentimos sed de profundidad y nos contentamos con superficialidades que no tocan el corazón. Lo esencial es lo único que quita la sed. Y si hay algo esencial es Dios mismo.
Jesús no le pide a la mujer lo que le pedían los hombres que había conocido. El Señor la lleva a la verdad de sus ser, a su intimidad, a su propia responsabilidad. La mujer grita entusiasmada: “Vengan a ver un hombre que me ha llevado a mi propia verdad”. Los evangelistas dirán que Cristo es la Verdad, dice la verdad y pone en camino hacia la verdad. ¿Cuál era la verdad de la Samaritana? Su verdad y nuestra verdad es que, en el fondo, somos hombres y mujeres sedientos… sedientos de amor, de felicidad, de profundidad.
Para tener acceso al agua viva hay que ser sinceros con nosotros mismos. Quizá sea el paso más difícil. Nos refugiamos detrás de sutiles y altas barreras que nos impide ver más allá de lo que queremos ver. Cerramos los ojos, no escuchamos, nos ponemos máscaras que ocultan nuestra insatisfacción, nos aferrarnos a ritos… Todos tenemos nuestra forma de mentirnos a nosotros mismos. Todos tenemos miedo a nuestra verdad desnuda.
En el diálogo con Jesús uno aprende a ser sincero, a no mentirse a uno mismo, a no tener miedo a nuestra propia verdad. Jesús le dice a la Samaritana: “Ve a llamar a tu marido y vuelve”. La mujer le contestó: “No tengo marido”. Cristo toca las fibras más íntimas de su corazón y lo desnuda. Va a lo esencial: La mujer tiene necesidad de ser amada. Pero no ha encontrado el amor verdadero aunque ha vivido con seis hombres.
La mujer fue a buscar agua y encontró otra cosa. Encontró finalmente al Esposo. En el tiempo de Jesús, los pozos de agua eran el lugar de la seducción. Ahí iban las mujeres que querían encontrar un esposo. Y la Samaritana lo encontró. Por eso, deja su cántaro. Ya no le sirve. Si realmente nos encontramos con Jesús vamos a dejar “los cántaros” que ya no sirven.
La vida verdadera —la que sacia el corazón humano— no está fuera de nosotros: brota de nuestro interior. Jesús nos ayuda a descubrir el misterio de nuestra propia personalidad, nos revela a nosotros mismos, la gracia y el pecado que hay en nosotros. Pero hay que buscar “el agua viva”. Cristo no habla del agua viva más que a las personas que la buscan y a las que antes les ha pedido que le den de beber, que sacien su sed de amor.
Vivimos tiempos de oscuridad, y la oscuridad puede asustarnos. ¿Cómo reaccionamos ante la noche del mundo y la noche de nuestro propio corazón? ¿Reaccionamos como creyentes? Las lecturas de este domingo nos enseñan a reaccionar como creyentes.
La noche ha sido vista desde siempre como un tiempo peligroso. Es difícil caminar a oscuras. Nos da temor. El miedo se ahuyenta cuando brilla alguna la luz. Por eso encendemos luces o nos guiamos por la luz de las estrellas. Los creyentes sabemos que Dios también está en la noche. Cuando entramos en lo profundo de nuestro corazón nada ni nadie nos pude dañar, nadie nos puede asustar porque ahí está el Señor. Él nos ama y nos acompaña. Decía el salmo responsorial que quien vive en el Señor “no temerá malas noticias, porque en el Señor vive confiadamente”. Si vivimos en el Señor, no tenemos miedo a la noche.
Cuando somos conscientes de la presencia de Dios en lo profundo del corazón y la disfrutamos, dejamos de ser simples espectadores de lo que sucede en el escenario del mundo. En los tiempos oscuros Jesús desafía a sus seguidores a ser luz: “Ustedes son la luz del mundo”. ¿Cómo ser luz del mundo? Me parece que lo primero que tenemos que hacer es descentrándonos de nosotros mismos y centrándonos en Aquel que es la “Luz del mundo”. Iluminamos con la luz de Cristo.
Concretamente, ¿cómo iluminamos con la luz de Cristo? La primera lectura nos lo ha dicho de manera clara. No podemos decir que no hemos entendido: “Cuando renuncies a oprimir a los demás y destierres de ti el gesto amenazador y la palabra ofensiva; cuando compartas tu pan con el hambriento y sacies la necesidad del humillado, brillará tu luz en las tinieblas y tu oscuridad será como el mediodía”. El profeta Isaías invita a hacer el bien. Hagámoslo como expresión de nuestra identidad, es decir, reflejando la Luz que nos ha sido dada.
Isaías pide hacer dos cosas en tiempo de oscuridad para encontrar la luz. La primea es dejar de oprimir a los demás, desterrar el gesto amenazador y las palabras ofensivas. Esta actitud despeja la mente y el corazón para que surja la segunda actitud: la compasión con el pobre, la justicia con el débil, la hospitalidad con el emigrante y el forastero. Quien vive así, transparenta la presencia radiante de Dios. Ser luz del mundo es manifestar sin alardes la misericordia y el amor de Dios por sus hijos.
San Pablo confesaba en la segunda lectura que experimentó miedo y debilidad ante la misión que Dios le había encomendado. Decía: “Me presenté ante ustedes débil y temblando de miedo”. Son los sentimientos que experimentamos cuando nos enfrentamos a grandes retos, como los retos del tiempo presente. El miedo puede paralizarnos o hacernos correr como locos. La debilidad puede llevarnos a no hacer nada: “Es que no puedo”.
¿Qué hace Pablo cuando experimenta estos sentimientos opresores? Cuanto más débil y temeroso se sentía, más se agarraba a Cristo, al Cristo que había experimentado miedo en el Huerto de los Olivos, que había sufrido la más honda debilidad cuando estaba en la cruz y que había triunfado de la muerte. La fortaleza de Pablo era la misma fortaleza de Cristo. Cristo vivía en él. Su fuerza era la fuerza del Espíritu: “Los convencí por medio del Espíritu y del poder de Dios, a fin de que la fe de ustedes dependiera del poder de Dios y no de la sabiduría de los hombres”. Paradójicamente, en la debilidad y el miedo de san Pablo se manifestaba el poder de Dios. Por eso, no era una debilidad temerosa, sino una confianza atrevida. Así quiere san Pablo que seamos los cristianos: que nuestra fe no se apoye en el poder y en la astucia humana, sino en el poder del Espíritu, en el poder de Dios.
No nos desanimemos si a pesar de nuestros deseos de iluminar al mundo con la luz de Cristo los resultados no son como lo esperamos. Llegar a ser cristianos luminosos es generalmente un proceso lento, como el crecimiento de la piel sobre la herida que va curando, como la luz que va creciendo lentamente cuando se asoma por el horizonte cada amanecer. Esa luz débil al amanecer se convertirá en luz del mediodía, en pleno resplandor.
Lo sabemos de sobra. Adviento es tiempo para alimentar la esperanza. La cuestión es, ¿cómo alimentarla? Una manera práctica de hacerlo es, entre otras, interiorizando imágenes sanadoras que curen nuestro desaliento, nuestra falta de esperanza. El libro del profeta Isaías está lleno de estas imágenes sanadoras.
En la primera lectura, Isaías nos presentaba un tronco seco, aparentemente muerto, que echa brotes; raíces perdidas en la tierra que se asoman reverdecidas y vigorosas. El profeta está llamando a la esperanza a un pueblo desalentado, duramente oprimido por una potencia extranjera. No todo está perdido, les dice. De ese tronco carcomido y viejo brotará un vástago. Y brotó. Ese retoño, ese vástago, resultó ser, a la distancia del tiempo, Jesús de Nazaret.
No es bueno dramatizar demasiado, pero es un hecho que nuestro mundo tiene rasgos parecidos al mundo en que vivió Isaías. Hay miedo e incertidumbre, la sangre salpica los noticieros con demasiada frecuencia, la degradación moral está destruyendo los cimientos de nuestra sociedad, los lazos familiares se rompen y no hay manera de recomponerlos. Con demasiada frecuencia el motor que impulsa a la sociedad es el consumismo, la búsqueda de placer y confort por encima de todo y a costa de lo que sea. Lo más se desea es tener dinero para presumir, poder para avasallar, atractivo personal para arrastrar y dominar. Abundan los líderes corruptos amparados en la impunidad. Los imperios de hoy siguen hostigando a los débiles. Sí, sin ponernos trágicos, hay que reconocer que cada día suceden cosas de las cuales nos lamentamos o nos hacen temer.
Ante esta situación anhelamos con ansias la salvación. La liturgia de Adviento nos invita a entrar en ese movimiento que alienta la esperanza de salvación. El camino comienza cuando nos detenemos a considerar cómo marcha nuestra vida, revisamos a fondo cuál es el motor que anima nuestro espíritu y, como consecuencia, tenemos la valentía de cambiar lo que se tenga que cambiar.
El Evangelio de hoy contiene, precisamente, una fuerte llamada al cambio, a la conversión. Decía san Mateo que Juan Bautista “al ver que muchos fariseos y saduceos iban a que los bautizara, les dijo: ‘Raza de víboras, ¿quién les ha dicho que podrán escapar al castigo que les aguarda? Hagan ver con obras su conversión”. La llamada de Juan fue una sorpresa. Los “fariseos” eran laicos instruidos y piadosos, fieles cumplidores de la ley; los “saduceos” constituían la nobleza sacerdotal influyente. ¿De qué debían convertirse personas que se caracterizaban por el cumplimiento de la Ley? Eran tan cumplidos con la Ley que se alzaban como un modelo de moralidad. Exigirles conversión parecía ilógico.
La falta de lógica llama la atención. Nos obliga a preguntarnos, ¿qué pasa aquí? La conversión que pide Juan tiene que ver con algo más que la buena conducta. No es que se excluya. Se da por supuesta. La conversión que pide Juan tiene sus raíces en el complejo y misterioso mundo de la consciencia y de la inconsciencia, de las estructuras de la conducta. Se trata de un cambio de mentalidad y de carácter, de ser y de orientarse, de estar situado en el mundo. Mientras no vayamos ahí, el cambio será superficial. Tenemos que convertir nuestra mirada indiferente en una mirada atenta y compasiva, superar el individualismo y buscar el bien común, vivir agradecidos por todo lo que recibimos, cultivar la esperanza, desarrollar la creatividad para encontrar soluciones a los desafíos del presente.
En la segunda lectura san Pablo decía: “Por la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras, mantengamos la esperanza”. La paciencia y el consuelo son también caminos para alimentar la esperanza. Cuando leemos devotamente la Biblia encontramos el consuelo y la paciencia de Dios. La paciencia nos da la capacidad de sentirnos más fuertes que el presente adverso. La esperanza da armonía. Un pueblo con esperanza es un pueblo en armonía; lo contrario también es cierto. La esperanza nos da armonía porque nos une en la oración y en la certeza de que Dios actúa y puede hacer justicia, porque nos une para trabajar juntos y afrontar juntos los retos del momento presente.
El relato del evangelio de este domingo es uno de esos evangelios incómodos, un grito estridente. Quiere abrir los ojos y destapar los oídos. En último término, su finalidad no es molestar, sino liberar.
Vivimos en un mundo en el cual el deseo de poder económico lo invade todo. Nuestro alrededor parece estar dominado por la adoración al dinero. Desde pequeños se nos enseña a vivir en un mundo competitivo en donde el éxito se mide por el capital acumulado y las cosas que se poseen. El consumismo se magnificado no sólo por el creciente deseo de tener muchas cosas, sino además por tener cosas de “marca”. Este afán de tener artículos de “marca” la he encontrado incluso en gente pobre.
El adorador del dinero se vuelve feroz, egoísta, despiadado, desconfiado, arrogante. El dinero es su obsesión. Su música, su cantaleta, es la misma de siempre. Esto vale para pobres y ricos. Los grandes dramas familiares, el enfrentamiento a muerte de familias (pobres o ricas), se producen generalmente por la disputa de una herencia. El precio que se paga es la falta de paz y de alegría.
El evangelio de hoy afronta esta tendencia instintiva. Jesús nos pone en guardia: “Eviten toda clase de avaricia, porque la vida del hombre no depende de la abundancia de los bienes que pose”. Me parece que la avaricia puede tener un lado positivo. Es una de las fuerzas que sustentan la existencia humana e impulsa al crecimiento económico. Y cuando Dios creó al mundo y al hombre quiso que hubiera desarrollo material. Con el trabajo se produce riqueza y bienestar. Jesús no está en contra del progreso económico, sino en contra del nivel de avaricia que nos mueve, el deseo incontrolable de acumular.
El problema no es, pues, las riquezas, sino dejarse dominar por la codicia. La codicia enferma el alma y debilita el corazón, nos ciega, destruye los valores del espíritu, lleva a sacrificar en aras del dinero y el poder cuanto sea preciso, nos incapacita para la relación con Dios y con los demás. Destruyendo esa capacidad de relación, la codicia termina por destruirnos. Las palabras al rico egoísta: “¡Insensato! Esta misma noche vas a morir. ¿Para quién serán todos tus bienes? Lo mismo le pasa al que amontona riquezas para sí mismo y no se hace rico de lo que vale ante Dios”, quieren recordarnos que la acumulación de riquezas de manera egoísta equivale a matar el alma.
Jesús quiere hacernos ver de manera realista e irónica lo absurdo de la avaricia. ¿De qué nos sirve acumular bienes de manera egoísta si no son capaces de alargarnos la vida? Acaparando egoístamente nos hacemos unos pobres desgraciados. El codicioso pretende llenar el vacío interior con la posesión de cosas. La codicia es un signo de pobreza interior. Aunque no nos demos cuenta, nos empobrece. Vivir acumulando sólo para sí mismo estropea la alegría de vivir y el amor verdadero. Por eso, Jesús invita a no encerrarse en esta pobreza. Abre a la esperanza, a la alegría, a la libertad, al amor. Nos abre a Dios.
Sé que abandonar la idolatría del dinero e intentar vivir en sobriedad y solidaridad con los necesitados es difícil. El dios dinero sigue ahí, conviviendo con nuestras creencias y haciéndose un sitio importante en el corazón. ¿Cuál es la fuerza que nos puede ayudar a desprendernos de este ídolo? Decía san Pablo en la segunda lectura: “Busquen los bienes de allá arriba”. Si no conocemos la fascinación de los bienes de “allá arriba”, los bienes materiales nos van a encandilar. Sólo cuando encontramos “la perla preciosa” del reino de Dios podremos desprendernos de la avaricia.
La Palabra nos invita a evaluar hasta qué punto estamos “enganchados” al dinero y el nivel de avaricia que tenemos. No podemos refugiarnos en el mundo de la piedad personal y olvidar nuestra responsabilidad social. La expresión que escuchamos en la primera lectura: “Todas las cosas, absolutamente todas, son vana ilusión”, puede parecer una visión negra y negativa de la vida. En realidad, es una manera ruda de llamar la atención sobre la ambigüedad de las cosas temporales y afirmar que no se puede fundar el sentido de la vida sobre ellas. Tomar conciencia de la fragilidad y relatividad de las cosas tiene mucha importancia a la hora de escoger la escala de valores que oriente nuestra vida.
